Escribo este mensaje con las pocas e incipientes gotas de sangre que aun brincan de gusto entre la carretera de mis venas. Mi nombre es Gustav Lonesome, y lo escribo con toda la amargura que me cuesta saber que llevo inscrito en él los adjetivos de mi catástrofe. Por eso me hallo en esta isla desierta y humeante. Por ser quien soy es que malgasto mi tiempo elucubrando este mensaje, en lugar de guarecerme de la lluvia y mí mismo. En lugar de persistir, sobrevivir con ganas de hacerlo, y construirme una posibilidad con paredes y cimientos fabricados del follaje.
Gustav Lonesome es mi nombre, y mi isla desierta está habitada por una extraña abreviatura de simios que conocen las palabras y su transacción recalcitrante. Vivo en una ciudad hecha de humo y piedras. Convivo con ventanas y con puertas, todo el tiempo. Resisto entre una jungla de puentes y vigas y trabes. Y claro, también ocurren y concurren las botellas, los pergaminos, los bolígrafos incluso, y junto a ellos las navajas –capaces de hacer brotar esta sangre con que escribo- y a su lado los jerarcas, los escribanos, los durmientes y los trenes, y los bichos, y las tardes.
Lanzo este mensaje desde la terraza de mi hartazgo. Sobre el Hudson navega este ferry de pamplinas, y rumbo al sillón sin esperanzas me dirijo ahora que de mí fluyen todas estas frases. Nora está esperándome, seguramente, y sus ocho piernas arácnidas e inertes se desparraman sobre un sillón donde ya no quiero resguardarme. Por eso pido auxilio, salvamento, o cuando menos, si al fortuito receptor de mis aullidos le es posible, una esperanza más rentable. Un lunes de entrepiernas me bastaría para hacer de él una bengala irrenunciable. Un bramido hueco, una señal de superhéroe de la cual colgarme, cualquier cosa. Cualquier futuro mejor que este retorno a Brooklyn del que hoy seré incapaz de zafarme.
Debiera aclarar algunas cosas: ser honesto, pues, y no jugar al náufrago en verdad desamparado y en verdad inexpugnable. Mi nombre es, como dije, Gustav Lonesome, y mi angustia desesperada es esta que apenas he podido contarle. Pero también soy yo, yo mismo y no Brooklyn, o Nora, o mi agonía resuelta, o mi hambre: sólo yo y esa inmensa sombrilla que a diario interpreto; ambos y a dueto en perfecta sincronía nos hacemos cargo de matar a Gustav Lonesome para así lograr perpetuarle.
Gustav Lonesome quiere amarse viviendo. Quiere vivir amando y amándose. Gustav Lonesome está harto de sí mismo, y de Nora, y de Brooklyn y del ferry que le lleva y le trae todos los días y todas las tardes. Gustav Lonesome es un hombre repleto de sentido, un hombre que sabe besar como besan los que arden. Un hombre capaz de amar a una mujer como quien ama a cien y al mismo tiempo, un hombre que no se incomoda de lograrlo, ni se empecina en dejarle. Gustav Lonesome es un rastrojo que lanza, tomando prestado el mejor brazo de los yankees, y sin que nadie sepa, una botella nueva y sanguinolienta, llena de solicitudes y demandas, todos los días, y que siempre atina al ombligo del Hudson, esperando que el viento, en quien sí confía, lleve sus plegarias hasta un mundo donde al menos la orilla de unos dedos se apiade y le recoja, y le ansíe eternamente, a pesar de que no sepa el camino que conduce a la expiación que le permita ser salvado para así salvarse. Gustav Lonesome soy yo, el que escribe sobre Gustav Lonesome, y el que –a su vez- no tiene interés en remediarse.
Amo a Nora lo suficiente como para dejarle. Le amo por momentos iracundos. Le amo porque ha permanecido ahí, fiera e incapaz de doblegarse. Pero no le amo, también. Y eso es lo que resulta insalvable. Así también amo los sonidos de Brooklyn, los motores secos y chillantes de cada uno de los ferrys que, numerados como los hijos de un católico sin frenos, me llevan a lo que no quiero llamar más casa, todas las tardes, irremediablemente, hasta donde Nora la inquebrantable me soporta sólo porque Falcon Crest le permite hacerse a un lado de sí misma, y olvidarme.
Pero es que yo, Gustav Lonesome, en toda mi ingravidez, siempre he sentido que mi boca no fue hecha sino para morder mis ataduras y escapar, hasta un valle repleto de princesas donde una, y sólo una, espera en ascuas para desposarme. Siempre he sabido, además, que Brooklyn no existe y que Nora merece vivir en una fantasía mejor que la que he construido para atarme. Siempre he creído, para colmo, que los ruidos de toda esta gente que puebla mi universo son sólo eso: ruidos, decibeles de sobra, colores que ocultan la forma real del mundo y sus ubicuos recovecos.
Así es como llego hasta este lugar, unos pies más o unos pies menos, en que en mitad del Hudson resuelvo suplicar por un desequilibrio. Así es como catapulto, día con día, estas mismas letras escritas con mi propia sangre. Así es como las miro ser roídas por el atardecer y la corriente y las probabilidades cercenadas por el departamento de higiene y recolección de basura de la ciudad de Nueva Cork. Segundo tras segundo tejo este mismo mensaje y alimento el azufre de este río hambriento con botellas que van desde un humilde Jack Daniels hasta una inocente champaña vacía, depositada con dulzura en algún cesto luminoso de la casa más afortunada de Manhattan. Y luego, habiendo consumado mi sublime acto de fe, con sus respectivas y acuáticas plegarias, me pliego en el asiento, otra vez.
Y luego pienso en Nora, y lo escribo, como ahora. Y me recuesto para contemplar el fin de la tarde. Y dormito durante el resto del viaje.
Siempre sueño lo mismo, sin embargo: Mi boca es como el sol y las nubes son como un sinfónico modelo de mis dientes. Y juntos, saboreándonos todos, mordemos esta gran manzana y la masticamos, felizmente, hasta el final de sus callejones y sus apellidos. Y nos comemos a Nora y al Hudson y al ferry. Nos comemos a Gustav, el mismo que escribe, y que mientras escribe lanza su botella y se regocija y se arrepiente. Y que mientras se arrepiente se duerme y se come al Hudson y reaparece.
1 comentario:
http://pantaletas.blogspot.com/2006/08/lonesome-time.html
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