I.
El acantilado que se cierne sobre el vértice de tu pubis
y el de todo lo que más abajo llueve por temporadas.
Las laderas parietales de tu carne o tu cintura impertinente.
El prado de tu coño intenso, el altiplano del pezón adusto
o la ferroviara y mordiente carne que va de tu cabeza
a tu locura.
La calma, la lánguida, la estúpida.
El silencio innecesario.
Las marejadas de angustia que provoca el callarse por pudor.
Una tormenta de adjetivos adelantados
o una lectura magistral de cualquier pendejo.
Las horas malgastadas antes de besar la muerte,
las copas vacías
los vasos medio llenos o medio no llenos: las peores caricaturas.
El cliché. Cualquier cliché. Incluso el del nihilismo.
Porque no se puede ser nihilista viviendo en un castillo,
(con el perdón de Ciorán y los demás)
Ni tampoco es posible rezongar
cuando lo único que falta es saber dar un grito.
La falta de gritos. La tibieza.
La insulsa y falaz sensación de completud.
La también falaz preferencia por escribir "complitud" en lugar de "completud".
La nostalgia sin motivos.
Los relojes de arena que no se terminan.
Los finales malos. Los principios buenos.
Los finales muy malos con principios muy buenos.
Los finales, a secas.
Las medias horas. Las tintas indelebles.
La democracia que me causa tanta tanta
tanta
gracia.
La rima que me persigue cuando es debido.
Las ganas no resueltas de escribir un buen tango.
O -venga pues, la rima-
el dolor acidulado de revolcarse en el fango.
El horror. Lo que ocurre en la realidad, aunque sea inexplicable.
La añoranza. El echar de menos. Los extrañamientos.
Algunos momentos incómodos por el simple hecho de ser momentos.
La brutalidad. La bestia sin causa. La causa justa y que carece de bestias.
El músculo per se. La racionalidad a ultranza.
El misticismo que mejor ignora todo lo demás que no sea a sí mismo.
Un acostón sin buenos días.
Unos buenos días sin mañana.
Una mañana sin domingo.
Un domingo sin próximo domingo posible, ni siquiera entre las ganas.
Unas ganas sin siquiera
un acostón.
Vivir muerto.
Vivir medio vivo.
Vivir sobreviviendo, sin vivir hasta el carmín, hasta el ojal, hasta el ombligo.
Desvivir, así nomás.
Amarillo huevo del color de cualquier retirada inexplicable.
II.
O
no poder llorar.
Eso sí que se le parece -debo decírtelo-
Desgañitarse de insultos en un puto semáforo
para luego poder permanecer impasible ante la injusticia.
Masticarse la vida entre la burguesía juiciosa que tampoco
tiene juicio propio.
La pobreza sin noción y sin remedio.
El ocio sin banderas. Las banderas sin dueño.
Los dueños sin propiedades que no sean de humo.
El humo sin bocas que lo soplen, ni anafres que lo encaminen.
La levedad -soportable o insoportable-.
El "no ser" como única consigna.
Usar sombrero porque sí. Dejar de usarlo porque nomás no.
Apoltronarse en la vanidad reafirmatoria.
La vanidad reafirmatoria de escribir la palabra "apoltronarse".
Reafirmarse en la pereza.
Zozobrar -no- mejor la mismísima zozobra.
Un perro faldero que no sabe ladrar.
Un perro bravo atado sin remedio a una antena de televisión nacional.
Un velador sin cigarrillos.
Un cigarrillo sin boca.
Una boca sin otra boca -ni siquiera la suya, la propia-
Un castigo sin motivo y que nadie cumple.
Cumplir por puro castigo, pagar con la cara y con la boca,
desbocarse, literalmente, para luego morir.
Morder lo menos.
Ladrar lo más.
No más.
III.
Todo eso, amor desconocido amor impávido,
todo eso es nombre y apellido para el fin del mundo mío.
Todo eso, y no dios,
ni mucho menos los aceleradores de partículas que
-dichosos ladradores mordelones aseguran-
están a punto de comerse el universo entero (¿quién los viera?)
Todo eso y no Tatiana, o Camila o sus hermanas.
Todo eso y no la princesa ni tampoco las demás princesas,
ni las reinas de espadas y de corazones,
ni las múltiples asignaturas inacabadas
ni tampoco la perenne falta de cojones o la nobleza del mentir
por buena causa.
Eso. Esa oquedad.
Esa letanía de enunciados que dibujan lo mediocre.
Esa. Y todas las demás.
Las que se te ocurran ahora. Y aún más.
Eso es, verdaderamente, el fin del mundo.
Como lo es el no poder arrepentirse si se acaba mañana
por la mañana
o antes del almuerzo
o ya muy tarde, con los ánimos viejos
y toda esa carne apelmazada en los párpados.
Es el fin del mundo -dicen-
Es regodearse en lo fortuito. Es revolcarse en lo malhecho.
No poder decirlo bien.
No poder hacer en lugar de pensar.
No poder haberlo hecho, mordido,
sabido.
¿Qué nos queda si no reconocer, entonces,
lo fútil que resulta quererhaberhechootenidohuevos,
para además añadirle lo que sigue y lo que pase luego?
Pero si es el fin del mundo, carajo.
Es el momento que no tiene luegos. Es el San-Se-Acabó.
Es la ventana frente a la que no pasará más nadie.
Es la no ventana.
La nada.
El no apocalípsis y la explicación que inutiliza cualquier plegaria
y cualquier ruego.
IV.
Quisiera arrepentirme, te digo.
Poder tener lugar para ello.
Sobrevivir al agujero negro que se comerá toda la poesía escrita
y la hecha
y la vivida
y la pensada para una posteridad de lo más postrera
y que también será engullida
a la postre.
Quisiera dedicar otra palabra a este propósito
y quisiera seguir enumerando las mil formas
en las que el mundo a diario deja de ser mundo.
Pero la urgencia de las circunstancias me está jalando la pijama
con las puntas de los dedos.
Apenas vino a sugerirme que me calle.
Y a la urgencia hay que escucharla siempre,
para no terminar con los pantalones empapados
y las historias desiertas.
Dice la urgencia que mejor me calle.
Y eso hago. Y dice que te busque y que te halle,
y que te encuentre, y que te bese y que te muerda.
y que te pruebe "pero ya"
y que te engulla si es posible
y que ya pa luego es tarde.
Dice también que no hay más tiempo:
Que porque el mundo se termina, cuando menos,
el próximo martes.
O como dijo ese escritor tan "banal" pero que tanto sabes que me gusta:
"Ya está de noche". "Mejor nos regresamos":
Y es que "se está haciendo tarde".