Alguna vez pensó que se trataba del aroma. Un olor que no dejaba espacio para ninguna otra cosa. Una peste suculenta. Una delicia abotargada, inmensa, hinchada de tanto espacio, henchida de tanto dolor. Dolida de tanto henchirse, hincharse, hacerse a un lado. Aunque claro: él realmente no sabía explicarlo. Y es que no sabía explicar nada. Se movía en automáico. Se sabía acostumbrado a muchos siempres.
La vida -por supuesto- no le dio tregua alguna. ¿Cuándo se ha visto que la vida -o esa abstracta ocasión a la que llamamos así- se haya conmiserado de cualquier pelagatos? Pelafustán. Pelmazo. Pelele. Tenía nombres para todas las cosas -y sin embargo- no le alcanzaban los huevos para nombrar amor al amor, o deseable a lo deseable, o cariño a lo que fuese cariño. Al menos no en público.
Transitó -sí- y tampoco hay que ser tan crueles como para no admitir que no lo hizo desapercibidamente. Dijo lo que dijo cuando tenía que decirlo -ni antes, ni después- como también sucumbió ante sus propias temblorinas: Ay, que si no quiso amar como quien ama de a de veras. Ay, que si no quiso jactarse de ello. Claro que sí. Él era tan débil y tan fuerte como cualquier artilugio.
Y pecó de pesadumbre -o lo que es lo mismo- nunca tuvo los huevos suficientes para una omelette hecha y derecha. Se pandeó para no poder. Se pudo para mejor no pandearse. Se mejoró a sí mismo -según él mismo- para no preguntarse nada más.
Y pecó de lo mismo que todos: Incapacitado para la ficción, creyó que sabía algo más que los demás. Aunque en el fondo se equivocaba: Era una más de las momias que se arremolinaban sobre el laberinto de la nada ficcional tragedia de vivir. Y por más que se esforzaba, terminó por estar tan postrado como todos los demás: Carente de una historia que decir. Atado por las ganas de contar. Cuantioso como largas eran las cuerdas que le sujetaban las muñecas contra ese viejo potro de torturas, albuminoso y seco, y que tanto y tanto le seducía, mirada tras mirada.
Es que si yo fuera, es que si yo pudiera, es que si yo supiera decir lo que no existe -se decía consternado y triste- la vida cambiaría de color.
Y sin embargo, nunca supo gran cosa. Siempre se quedó igual. Todo el tiempo fue él mismo: carente de futuros, sí, y por lo tanto engarrotado en sus presentes. Uno más de los torcidos. Uno menos que contar para el equipo de los muchos. El que nunca existe pero tampoco duerme.
No cuesta nada callarse un ratito. De verdad. Parece peor de lo que resulta, y nunca resulta nada de lo que parece. Hay que saber dormitarse las heridas -creo yo- pero mucho más importante resulta dejarse despertar por las salientes.
Buenos días a la pijama, a la hora, al reloj y a los oyentes. Antes fue un día de princesas. No más. Hoy no estoy yo, no estoy solo, no estoy más. Hoy me rindo. Hoy canto loas para los durmientes. Hoy sucumbo, no parezco, no soy, no resulto. Dormito. Y luego persisto. Y luego vuelvo a dormitar y luego
nada.
Ya te me fuiste. Ya no estás. Estás muerta. Nada va a regresarte. No puedo hacer más. Y no me puedo quejar. No puedo. No decir nada.
Callarse. Hasta no escucharte más.
Morir contigo.
Y resucitar.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario