Pero quién dijo que en un autobús no puede sentarse el amor, con todo y que la ruta vaya desde Xola hasta la Voca 4. O que un ángel de piernas largas y mirada antojadiza no podría apabullar el aire viciado que dejan normalmente esos maletines de cuero y esas mochilas de poliuretano compuesto -destino manifiesto y pendejibundo- mientras vamos todos bobos respirándolo -esquina bajan, sube sube- y el cuento de un adolescente enfurruñado en su parsimonia pasionaria deja de ser el de diario, y logra convertirse en las nalgas y los ojos de cualquier Afrodita Pérez.
¿Quién dijo que desear tiene nombre de algo?. ¿Quién se atrevió?.
Es más, participemos de la democracia, propongamos los caminos del "cambio":
Señor Presidente: Conmino a que fusile usted, irrevocablemente, a todos los traidores a la patria que se han atrevido a convertir esa dulzura de algunos ojos, piernas, o ciertas e indómitas tetas, en el anuncio espectacular que se nos vuelca encima, violento y conspirador, cada una de las veces en las que este trolebús aprieta el paso mientras transgrede la esquina de Eje Central y Pajaritos. Señor Presidente: Eje Central y Pajaritos es una paráfrasis de Adán y Eva. Señor: En Eje Central y Pajaritos ha sido construida no sólo la patria, sino también la humanidad entera. Señor.
Por supuesto que todo ha sido fútil como un resuello en carnes de quimera. El señor presidente ya no es ni siquiera digno de mayúsculas, o menos aún de metáforas para la displiscencia y el fervor patrio de algunos contados traidores. El señor no está en el edificio: En su lugar hay una máquina contestadora con memoria ilimitada:
El número que usted marcó no explica el infinito. No hace falta notificarlo a Don Carlos Slim, ni tampoco al 040. Reubíquese en su tenue grisaciedad, y si puede, márquelo más tarde.
Argh, señores. ¿Dónde ha quedado el traje enjutísimo de la improbable coincidencia que montó en el trolebús ayer por la tarde? ¿Qué se puede hacer contra la distracción de todos aquellos que no se percataron de sus labios iracundos o de sus ganas tan dispuestas a bajarse apenas un tercio de paradas después? ¿Quién le hará justicia al hormonal hidalgo que -sin ser dechado de esa única hermosura que miró abordar el ultrabús y que opacaba a nuestro lábaro patrio- luego logró atreverse, a pesar su vértigo, a escribirle seisiete líneas sobre algún cacho de sus apuntes de cálculo diferencial, y que además logró dárselos -valientemente- a quien nunca habría de volver a mirar en sus días subsecuentes?
Es que déjenme les cuento:
Me atrevo a contar esto, señor presidente, (señoritos sus lacayos, innombrables sus demás) porque esa tarde yo trepé inconsistentemente, y fuera de mi norma, a las alturas de ese escueto microbús y decidí sentarme justo al final de sus asientos. En la parte de atrás, vaya. Y lo hice en la mera esquina que hacen Eje Central y Pajaritos. En ese mismo lugar donde arriba de nuestras cabezas, se aposentaba prodigioso un enorme anuncio de lencería norteamericana, y una muchacha de carnes escuetas se mordía el labio inferior mientras mirando a la cámara acompañaba algún eslogan de cuyo nombre no quiero acordarme.
Ahí -lo juro, señor presidente- apoyado sobre la suave vibración que sólo el motor de un autobús-trolebús-microbús es capaz de producir, junto a la norma ficcional del estallido que producían los pistones de una maquinaria digna de esta falacia, fui testigo de aquel acto de bravura por el que antes he pedido el indulto de algunos y el fusilamiento de otros.
Pues es que yo también miré al ángel que, muchas paradas más tarde, subió las dos-cuatro escaleras de aquella máquina casi ficticia, y que luego sacó un par de monedas de los bolsillos que colgaban discretamente en las laderas de su suéter de bailarina. Yo la vi pagar su peaje con una distracción digna de la niebla, y seguí las trayectorias de sus ojos mientras se condujo desde el principio de aquel automóvil, hasta al primer asiento en el que recobró su concentración de pluma, y luego se dejó caer sobre el asiento plástico, para entonces volver a ensimismarse.
Vi sus piernas largas como los mismos tubos, paralelos a su desfile, y que son también aquellos a los que se aferran un millar de ciudadanos totalmente prescindibles cuando en esta misma ruta son las 7 y no las 11 de alguna mañana. Y vi sus ojos grises, enormes centellas, rines no cromados pero de talla 24, y que al mismo tiempo que me deslumbraban sin remedio, parecían mirar nada.
Le vi pagar, le vi moverse, le vi andar bajo el suéter y bajo el debajo de ese suéter miré lo que me pareció ser su carne vibrafónica. La vi encontrar un sitio y darse la vuelta. Le miré el culo áureo y gótico, apenas por un instante, y a sabiendas de que había un pequeño muchacho que también la había vislumbrado desde su apoteótica entrada, pero que no gozaba de semejante perspectiva Mozartiana, dejé de mirar. Mas luego seguí mirando sus infinitas nalgas de diosa, a pesar de que tal momento fuese un infinito que, sin embargo, no duró más que los cuatro segundos en que ella cuasidespertó y decidió sentarse frente a mi sitio, en un espacio libre donde no había nadie.
Y luego la vi reposar su cabeza frente a la ventana acrílica y pegajosa donde antes se leía entre ralladuras algo que parecía decir "Ska lives forever". Para luego volver a dormir despierta, en ese sueño de ángeles que sólo los ángeles comprenden como ángeles. El sueño que no dice nada pero bendice todas las cosas. El enfoque hacia el vacío, la verdadera distracción -que es absoluta- y que apaga de una sentada todos los ruidos del mundo.
El seminiño miró un par de veces atrás, con un descaro tal que las costumbres victorianas lo hubiesen condenado a una inmediata decapitación. Miró, y miró, y miró nuevamente. Y mientras miraba cada vez más, lo hacía más tranquilamente. Pues sabía que aquella visión no le estaba escrutinando, y que todo lo que aquellos ojos veían reposaba más allá de la más enorme distracción, y que aquel ángel no podía mirarlo de vuelta. O al menos no entonces.
Luego vi al niño dudar un momento, aunque ese momento fuese escaso como los que a estas alturas de mi propia vida se ganan la categoría de "momentos". Fue casi un instante, un relámpago de seguridad y entereza. Un llamado a su propio deber y a su hambre visceral y poética. Y entonces sacó un cuaderno de su solapa, y sin mirarlo, arrancó un pedazo de alguna de las hojas que de él se desprendían. Un pedazo mínimo, quizás. Un rectángulo de ganas que parecían adivinar el preciso segundo en que ella se despertaría de su letargo mágico, y procedería a bajar del autobús, y luego desaparecer para siempre.
Y muy de repente lo vi escribir. No sé qué cosa, no sé qué tanto. Pero escribió en aquella migaja de papel como si supiera exactamente cuántas palabras cabrían en ella. Escribió sobre ella, o para ella, o en función de ella, eso lo sé. Pues al ángel le vigilaba lobeznamente, es decir, entre pequeños volteos de su cuello germinal, mientras escribia aquello que no pude ver, pero que nunca perdió soltura o simetría tipográfica. Y mientras volteaba, decía. Y mientras veía, contaba. Luego terminó su pequeño relato, o poema, o quién sabe qué cosa. Y entonces fue cuando entendí que era un niño. Engrandecido, ensimismado, perplejo de tanta belleza, pero niño de cualquier manera. Y es que dobló su regalo en cuatro partes, y luego se aferró a él con fuerza, mientras sus ojos sudaban un clarísimo pavor que sólo los niños destilan cuando se encuentran frente a las encrucijadas que sólo ellos se construyen en su aventura cotidiana.
Y lo miré dudar, y dudar, y dudar. Y aunqué fuese sólo un instante, tan pequeño como el último, ese sí que fue un instante de adulto. Un momento de pánico y confrontación de la propia duda. Enlongado hasta lo imposible, estirado hasta el hartazgo, pero culminado, por ese mismo niño, con un acto de bravura inimaginable. Así escribió con letras tenues lo que parecían ser números (quizás telefónicos), en la orilla del papel. Y luego espero a que el trenecillo contaminante acabase de frenar. Ella ya estaba de pie. Despierta pero igual de hermosa. Tocando el botón rojo que haría sonar aquel timbre. El mismo que señalaba su eterna desaparición.
Y entonces él se levanto. Pequeño, más pequeño que ella, pero tan resuelto y obstinado que parecía un hombre. Un escudero voraz y valiente. Un pequeño niño lleno de bravura. Ella no pensó que se disponía a entregarle una nota tan importante, sino que supuso que también allí era donde este pequeño niño se bajaría hacia su destino. Luego él la miró implacable, hasta el mismo núcleo de los ojos, y le dijo: "Ten, toma".
Ella tomó el pedazo de papel automáticamente, mientras las puertas se abrían y su trayecto continuaba siendo el mismo. El terminó su acto de coraje, y tras media vuelta empezó a caminar hacia su asiento. Ella se apeó y el semáforo, entonces, hizo lo suyo.
Y esto sólo yo pude verlo. Ya bien abajo del camión, ella desdobló el papel. Y no sé lo que el papel diría, pero sin duda era un piropo por demás maravilloso. Ella sonrió irremediablemente con cada palabra, y luego miró hacia el autobús como buscando lo que sus ojos de sueño no habían querido ver. Él, reafirmado por el semáforo en rojo, la miraba desde una esquina inescrutable, y en cuanto vio su sonrisa comenzó a acercarse hacia la puerta. Luego, en ese segundo, largo como años y volátil como todo lo puro, ella terminó ese pequeño poema (relato, qué se yo), y besó el papel y miró hacia sus ojos, y encontrando a su pequeño autor, que mientras tanto ya estaba mirándola fijamente, hizo un ademán hermoso y que parecía ser un saludo y un adiós.
Entonces fue cuando ese par de pares de miradas, condenadas al olvido, se encontraron en una milésima que para mí fue eterna, pues aunque él, el niño, estiró su mano como para pedir su bajada, el semáforo volvió a jugar su parte y arrancó las ruedas con la normal violencia de cualquier transporte público del mundo. Y el transporte echó a andar para que luego él, extrañamente, lo comprendiera todo en seguida. Regresó a su asiento, con una sonrisa extrañísima en la cara, y -sin saberlo- me dio la espalda de nuevo.
A ella tampoco la volví a ver de frente. No supe si encontró los números que él dejó enjutos en una esquina tímida y esperanzada de aquel papel. Y como de él no volví a ver otra cosa que su espalda, su pelo largo, y el extraño sayal con el que se cubría de esa tarde friolenta y malhumorada, yo sencillamente me levanté dos cuadras después, en la parada de Constituyentes y Juanacatlán, para luego bajar raudo de aquel móvil sitio y de toda esta historia.
Luego vi el mercado de las flores a mi derecha, y el camino a casa a mi izquierda. Paré un momento y caminé entre los aromas. Recuerdo que compré un ramo de nardos y crisantemos. Los nardos olían muy bien. Extrañamente intensos. Y con ese color tan aromático fue con el que caminé hasta la puerta y hasta casa, y luego hasta los brazos de la que entonces era mi mujer. Le regalé las flores frescas con una sonrisa idiota e incomprensible en el rostro.
Ella me lo perdonó todo, por un momento, y luego tuvimos sexo, y más tarde nos precipitamos hacia el futuro. Y luego, con todo y las flores, el futuro fue.
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1 comentario:
No hay comentarios porque te vuelves tan frágil cuando te inventas con letras que cualquiera temería romperte. Porque temo decir algo poco solemne que le rompa la madre al texto, porque me imagine los nardos y el sol y me gustan los crisantemos y quiero ser actríz de la película que te inventaste y no se pueden poseer los recuerdos. Siempre es un alivio leerte.
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