A pedradas nos pusimos a cazar mariposas
peñascos al aire
incapaces de percibir la resortera, la insectitud
la trampa:
esa súbita raigambre que traza cualquier revoloteo
Se nos puso una piedra en la mano
y se nos encomendó hacer lo mejor posible con su destino.
Se nos puso una piedra
en la mano
y apenas entonces sabíamos lo que una piedra era
o en dónde nos quedaban
-pendejamente-
las manos.
Mariposas a pedradas,
dijeron los grandes jefes
Es hora de cazar y dejarse entonces de tonterías
Pero en mi pueblo nunca hubo tantas
ni tan enjutas
como para poderlas matar sin compasión alguna.
Trato de ligar el sonido de los trenes con la sensación del hambre:
No soy yo el que acabará siendo un gran cazador de bisontes
ni tampoco un domador de historias
ni mucho menos un traidor de la carne.
No soy yo.
Es otro insecto.
Por encima se nos cae la tarde
y entonces -por fin- aparece el silencio.
¿Qué tanto hay que invertir entonces?
¿A qué horas -tan sigilosas, tan subrepticias, tan bobas-
nos cayeron encima las faldas del tiempo?
¿Cuándo fue que se nos dejó venir encima
como un intrépido gendarme?
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