En alusión a cierta charla con str.
I.
La mayor parte de la gente duda de lo espontáneo.
Y hacen bien:
quizás porque -muy probablemente-
eso que parecería espontáneo
normalmente no lo es.
O quizás porque
-aunque lo sea-
conviene mejor dudar.
Transitar sobre el océano con la armadura de plomo bien soldada,
soldado,
es en verdad,
soldado
el primero de tus deberes.
"No pretenderás haber hallado tierra firme en vano"
o
"No pretenderás la tierra firme de tu prójimo"
Esos, quizás,
podrían ser los segundos.
A la mar poco le importan semejantes vaivenes
pugilísticos o acorazados:
La mar es un yermo y tortuoso tejido de agua sucia y
salada como los cataclismos
y turbia
llena de pelos
perplejos y remolinos
que no saben con certeza
qué
es aquello
que transita a punta y clavo
de orgullosas
dentelladas
sobre ellos.
II.
La mar también duda de lo espontáneo.
Por el simple hecho de ser mar.
Y hace bien.
No es la mar quien despierta repleta de tanto sol
ni cansada de sus barbas.
Ni es ella quien por más que se sacude
falla en recobrar la calma que supone que le otorgan
un par de mejillas rasuradas
recién imberbes
y devueltas sobre la precisa corriente que supone ser
camino de vuelta
a quién sabe
qué-puta-casa.
La mar duda de todo aquello.
De lo espontáneo, de lo perpetuo, de todo
ello.
Y luego reposa en su violencia muda.
Y repleta de dudas prosigue con su fragua
y con su cadencia.
III.
La mayor parte -y la mar- dudan siempre de lo espontáneo
y dudan siempre del retorno
y dudan siempre de la casa.
Y hacen bien.
Porque quizás acontecen todas esas cosas
y todas esas dudas
sobre la misma
y efímera
y perpetua
oclusión.
La del pelambre que ocupa un lugar
no solicitado
en las cañerías del destino
para que al mañana -me temo-
le venga la tos.
Y sobrevenga también
el ahogo.
La tuberculosis añadida.
Y para que ocurran entonces
desparpajadas
todas las
"coincidencias".
IV.
Bendita la tabla de surf
y bendita también la Pangea.
¿Cómo sin ellas se podria contar la historia
de una isla
tras de una isla
tras de otra isla
que no conoce
ni se contea?
Como planetas de aquel príncipe pequeño
o como boyas en un mar superdotado
Aquí, mi súbito cordero de dibujos,
aquí,
mi ingrávido marfil subexplotado
aquí -y sólo aquí-
es donde ocurren todos ellos
(los ladridos del futuro
los eunucos del ensueño
los que habría y los que hubo)
Y aquí -también-
es donde pasan las preguntas
rozando a veces
pero -siempre-
por un lado.
V.
Te cuento (rapidísimo):
Hubo un día que miré sobre mis pisadas
y así, de pronto, dejé de añorar ser pirata.
Y no es que se me olvidase el placer de llevar una barba bien larga
o de matar lo bienmatable
o de abordar barcuchos débiles y prescindibles, no.
Ese día pudo ser como cualquier otro.
Hasta que miré bajo mis pies
y vi cuando era luego.
Y dejé de serlo.
Culpé primero al sol,
luego a la falta de sueño,
y después a la luna
y al final a las barbas
y más tarde al recreo y a la infancia y a todas las palabras
y a mí mismo
y al mar y a los navíos
y al mañana, y al pasado y hasta me tomé la libertad de ser libre
para culpar a lo eterno.
Pero nada logró arrebatarme la idea.
Ni nada fue capaz de llevarme a otra parte.
Ni conseguí, con todo aquello, apartarme del fuego.
VI.
Bajo mis pies, sobre el mar -primero-
y sobre tierra, bajo sal, y entre dientes
-después-
yacía relajada una roja equis.
Una roja cruz.
Un rojísimo lugar para cavar.
Un destino para el tesoro.
Un norte que no fue solicitado.
Un mañana desnudo.
Un lugar sin bordes: Un cachito de hemiciclo
donde ser enterrado.
VII.
Tuve que dejar de ser pirata y naviero
tuve que dejar de ser dibujo
y de ser cordero
Tuve que.
Supe que.
Luego emití la orden:
"Contramaestre:
Le ordeno traerme su cuchara más pequeña"
De su barca imaginaria
bajó un soldado empuñando una cuchara microscópica.
Ni tardo
ni perezoso
la colocó sobre mi mano.
Y entonces,
así
de repente
comencé a cavar.
XXXXX
(¿Y en este mercado habrá
quien venda un final
para cierto túnel?)
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