La princesa muere por ser vivida. Grita desde los céfalos de las flores. Llora con un altavoz reposando en sus lagrimales. Y rabiosa se deja olvidar, cada párrafo si es preciso, con tal de que la recuerden los historiadores de la pesadumbre.
La princesa no quiere cuentos ni castillos. O cuando menos rehusa abiertamente los que no se fragüen entre carne y granito. Ella se rebela contra las mariposas y sus alas de vidrio. Y se repliega ante los santuarios que se forjen sólo de aire.
No es una princesa de caricias aladas, ni del mar, ni de sueños de estambre. No es una princesa que conviva con princesas. No es una ecuación, ni un misterio, ni un puchero amaestrable. Es siempre ella -siempre- y ya. Aun si se viste de sí misma.
Ya sean grúas o tentáculos o sombras: Deslizarse sin defensa cuesta más que acicalarle. Es un mar de preguntas. Es un pantano feroz y que se teje entre respuestas. Tan sólo escúchenle respirar.
Ahí el pulso de los días. Suspiro. Quemazón.
Su ahora es más que mil promesas.
miércoles, julio 26, 2006
sábado, julio 08, 2006
Hipótesis nobiliaria
A la princesa le contaría cuentos de asfalto. Dibujaría sin preocuparme por los permisos y las licencias, la doble raya que impide rebasar en curva o recta a los adelantados tractocamiones del infortunio. Dibujaría sobre sus ruidosos huesos, sobre sus caderas estridentes, sobre sus rubores inesperados. Dos dedos y sus yemas serían los afortunados albañiles de su retrato. Una boca en rebelión saldaría las cuentas. Una eternidad de adivinanzas cobraría las meritorias propinas.
A la princesa le sometería a latigazos de cuentos circulares. A cachetadas de cortejos a distancia. A cercanías como broncas suaves y roncas, deshaciéndose entre el paladar y sus muros salivales. Le declararía la guerra mucho después del rapto. Y luego la paz. Y luego la guerra otra vez. No le permitiría la escapatoria ni mucho menos el aburrimiento.
A la princesa le llamaría princesa. Le dejaría caer hojarascas repletas de palabras dulces, mientras la daga revolotease en los zócalos de sus entrañas. Le daría todo lo fortuito, guardaría, también para ella, todo eso otro tenue y mesurable. La pondría quieta mientras inquieta me descuartizara las tardes. Jugaría con cada cuento a que somos el sol y el cénit y la luna y el nadir y las bolsas de mercado cotidianas pero no por ello menos loables. Jugaría a que amanecemos yéndonos, a que venimos en cada regreso. A que nada es más de lo que pase.
Esa princesa quieta. Esa, la dormida. La cuasi dormida. La que no quiere despertarse. Le tengo un remolino doméstico, apaciguado, móvil, irrenunciable. Pero ella sigue dormida. Y no sé si algún beso consiga despertarle.
A dormir las hadas, las ruecas, las moralejas. Este cuento comienza donde termina su carne.
A la princesa le sometería a latigazos de cuentos circulares. A cachetadas de cortejos a distancia. A cercanías como broncas suaves y roncas, deshaciéndose entre el paladar y sus muros salivales. Le declararía la guerra mucho después del rapto. Y luego la paz. Y luego la guerra otra vez. No le permitiría la escapatoria ni mucho menos el aburrimiento.
A la princesa le llamaría princesa. Le dejaría caer hojarascas repletas de palabras dulces, mientras la daga revolotease en los zócalos de sus entrañas. Le daría todo lo fortuito, guardaría, también para ella, todo eso otro tenue y mesurable. La pondría quieta mientras inquieta me descuartizara las tardes. Jugaría con cada cuento a que somos el sol y el cénit y la luna y el nadir y las bolsas de mercado cotidianas pero no por ello menos loables. Jugaría a que amanecemos yéndonos, a que venimos en cada regreso. A que nada es más de lo que pase.
Esa princesa quieta. Esa, la dormida. La cuasi dormida. La que no quiere despertarse. Le tengo un remolino doméstico, apaciguado, móvil, irrenunciable. Pero ella sigue dormida. Y no sé si algún beso consiga despertarle.
A dormir las hadas, las ruecas, las moralejas. Este cuento comienza donde termina su carne.
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