Para L., que viene llegando a casa a las dos y media de la mañana.
En diez minutos, debajo del puente (cantando).
Vamos a las fauces de la noche. Yo y la princesa descolorida. Su boca tremor del asfalto, y las ganas de ponerle nombre a las cosas. Un aullido, de entre la orquesta de caniches que me enturbia la cabeza, dice que es lo correcto.
Toma el callejón y guárdate el atajo. No. Mejor llévalo contigo en la cartera. Si ves un semáforo, le gruñes. Y si te topas con el fin de las vías, avísame antes de desparramar los sesos sobre la carretera.
¿En el mirador? Allá nosotros y una jauría de demonios que arrullaremos todo el camino. Ya quemé el soundtrack para este rapto, y todas las canciones tienen tu nombre.
Sí: Tu nombre. Tu verdadero nombre de princesa. El único que te conozco.
¡Ring! (dice el timbre del teléfono).
Nos vamos. Espero llegar mañana al trabajo, y espero aún más, tener cara de aventura. Ojalá me pregunten dónde anduve. Qué hice. Por qué soy así.
Yo les diré tu nombre y te culparé de todo. Pero basta ya. Estás aquí y el temblor de mis piernas me susurra que andas esperando.
Voy para allá, colibrí. Debajo del puente. Corriendo al contigo.
Contigo siempre. Hasta que nos muramos.