viernes, agosto 25, 2006

Lonesome in New York (Mordidas de la Gran Manzana)

Escribo este mensaje con las incipientes gotas de sangre que aún brincan de gusto entre la carretera de mis venas. Mi nombre es Gustav Lonesome, y lo escribo con toda la amargura que me cuesta saber que llevo inscrito en él los adjetivos de mi catástrofe. Por eso es que me hallo en esta isla desierta de sentido y poblada de gritos oscuros y humeantes. Por ser el que soy es que malgasto este tiempo elucubrando mensajes que quepan dentro de tan distintas botellas, en lugar de guarecerme de la lluvia y de mí mismo. Dar de gritos en lugar de persistir o de sobrevivir con ganas de hacerlo, y de construirme una posibilidad con paredes y una cabaña con cimientos fabricados de la austeridad y del follaje.

Gustav Lonesome es mi nombre, y mi isla desierta está más bien habitada por una extraña abreviatura de simios que mastican las palabras en una transacción recalcitrante. Vivo en una villa de humo y piedras envidiosas y brillantes. Convivo a toda hora con ventanas y con puertas. Resisto entre una jungla de puentes y vigas y rascacielos llenos de trabes. Y claro, sobre la que ocurren y concurren las botellas, los pergaminos, los bolígrafos hemoglobínicos e incluso, junto a ellos, las navajas –capaces de hacer brotar esta sangre con que escribo- y a su lado los jerarcas, los escribanos, los durmientes y los trenes, y los bichos, y las tardes.

Lanzo este mensaje desde la terraza de mi hartazgo. Sobre el Hudson navega este ferry de pamplinas, y rumbo al sillón sin esperanzas me dirijo ahora que de mí fluyen todas estas inútiles frases. Nora está esperándome, seguramente, y sus ocho piernas arácnidas e inertes se desparraman sobre un sillón donde ya no quiero resguardarme. Por eso pido auxilio al río y sus orillas, como si lo pidiese a mí mismo: Salvamento pronto, o cuando menos, si al fortuito receptor de mis aullidos le es posible, una esperanza más prolija y rentable. Aviso Oportuno: un lunes de entrepiernas, un rato del septiembre de cualquiera, me bastaría para hacer de él una bengala irrenunciable. También funcionaría un bramido hueco, o una señal de superhéroe de la cual colgarme. Cualquier futuro es mejor que este retorno al Brooklyn y a la Nora y al mí mismo del que hoy seré incapaz de escaparme.

Debiera aclarar algunas cosas: Ser honesto, pues, y no jugar al náufrago desamparado y realmente inexpugnable. Mi nombre es, como dije, Gustav Lonesome, y mi angustia desesperada es ésta que apenas he empezado a contarle. Pero también soy yo, yo mismo y no Brooklyn, o Nora, o mi agonía resuelta, o mi hambre inexplicable, plagada de hamburguesas en cajitas de cartón no reciclable: sólo yo y esa inmensa sombrilla a la que diario interpreto tras el telón de una fantasía de escape; ambos y a dueto, en perfecta sincronía, nos hacemos cargo de matar a Houdini otra vez, y a Gustav Lonesome, de paso, para así lograr perpetuarles.

Gustav Lonesome, que soy y no soy yo, quiere amarse viviendo. Quiere vivirse amando y amándose. Gustav Lonesome está harto de sí mismo, y de las piernas de Nora, y de las coladeras de Brooklyn y del ruidoso ferry que le lleva y le trae días y tardes. Gustav Lonesome es un hombre repleto de sentido y sinsentido: un hombre que sabe besar como besan los que arden y darse la vuelta como las mangueras indiferentes de un camión de bomberos que toma la siesta en lugar de apresurarse. Gustav es y no es, soy y no soy, un hombre capaz de amar a una mujer como quien ama a cien y al mismo tiempo, un hombre que no se incomoda de lograrlo, ni se empecina en dejarle. Sencillamente no lo hace. Gustav Lonesome es un rastrojo falto de alcohol y que lanza, tomando prestado el mejor brazo de los yankees, y sin que nadie sepa, una botella nueva y sanguinolienta, llena de solicitudes y demandas insulsas, todos los días, y que siempre atina al ombligo del Hudson, esperando que en contubernio con el viento, en quien sí confía (ya que no es ciudadano de su isla), lleve sus plegarias patéticas hasta un mundo donde al menos la orilla de unos dedos se apiade y le recoja, y tras leer sobre su solitario hacinamiento le ansíe eternamente, a pesar de que la botella no repare en mapas o caminos que le conduzcan a salvarse. Gustav Lonesome soy y no soy yo, el que escribe sobre Gustav Lonesome, y el que –a su vez- no tiene interés en remediarle.

Por otro lado, amo a Nora lo suficiente como para dejarle. Le amo por momentos iracundos y luego durante semanas de colchón y pastel de carne. Le amo porque ha permanecido ahí, fiera e incapaz de doblegarse, a pesar de que durante la cena no emitamos ruido y tras el amor prefiramos dejar los cigarrillos en la mesita de noche, y obviar las conversaciones para ocuparnos del sueño y las mañanas aceleradas de nuestro hormiguero de alambre. A Nora le amo pero no le amo, también. Y eso es lo insalvable. Así también amo los sonidos de Brooklyn, los motores enjutos y chillantes de cada uno de los ferrys que, numerados como los hijos de un católico insaciable y sin frenos, me llevan a lo que no quiero llamar más casa, todas las tardes, irremediablemente, hasta donde Nora la inquebrantable me soporta sólo porque Falcon Crest o Hill Street Blues le permiten hacerse a un lado de sí misma, y olvidarme cómodamente.

Mi delirio es tal que pienso en mí, en Gustav Lonesome con toda su ingravidez, como un héroe que ha sentido que su boca no fue hecha sino para morder sus propias ataduras y escapar; escapar hasta un valle californiano repleto de princesas domésticas, donde una, y sólo una, espera en ascuas para desposarme. Las mil y una noches en Brooklyn hubiesen terminado con un sultán amodorrado y despojado de nombre, encendiendo el televisor con un bostezo y perdonándole la vida a Scherezade solo si le hacía el favor de cerrar el pico para traerle una cerveza suficientemente aguada del frigorífico.

Lo real es que, además, Brooklyn no es real, y Nora merece vivir en una fantasía mejor que la que he construido para atarme a la fábrica, al sillón y a mi debacle. Siempre he creído, para colmo, que los ruidos de toda esta gente que puebla este panal de hollín, son sólo eso: ruidos, decibeles de sobra, colores que ocultan la forma real del mundo y sus verdaderos recovecos de expiación, donde no hay taquilla ni aire acondicionado.

Así es como llego cada tarde, hasta este mismo altiplano del río, unos pies más o unos pies menos, y en mitad de la mitad del Hudson resuelvo suplicar por un desequilibrio. Así es como catapulto, siempre antes del ocaso, estas mismas letras escritas más que con mi sangre con la pantanosa densidad de su torrente flácido y desesperado. Así es como miro a mis botellas multicolores ser roídas por el atardecer y la corriente intoxicada del Hudson, mientras me atormentan las probabilidades de fracaso, trituradas por el departamento de higiene y recolección de basura de la ciudad de Nueva York. Con una disciplina peor que la de mi desesperanza, tejo este mismo mensaje y alimento el azufre de este río hambriento con botellas que van desde un humilde Jack Daniels que pudo o no hacerme compañía la noche anterior, hasta una inocente y dorada botella vacía de Kristal, depositada con dulzura de mucama en algún cesto luminoso de la casa más pomposa de Manhattan. Y luego, habiendo consumado mi sublime acto de fe, con sus respectivas y acuáticas plegarias, me pliego en el asiento del ferry, otra vez.

Y luego pienso en Nora y sus delicias, pero ya no lo escribo y mejor sopeo mi desgracia en los restos del café que me traje desde el trabajo. Y finalmente me recuesto para contemplar el fin de la tarde. Y dormito durante el resto del viaje.

Siempre sueño lo mismo, sin embargo: Mi boca es el sol y las nubes son un sinfónico modelo de mis dientes. Y juntos, saboreándonos todo el inmenso bocado, mordemos esta gran manzana y la masticamos, felizmente, hasta el final de sus callejones y sus apellidos. Y nos comemos a Nora, y al Hudson, y al ferry. Nos comemos a Gustav, el mismo que escribe, y que mientras escribe lanza su botella y se regocija y se arrepiente, y vuelve anodinamente al sillón. Y que mientras vuelve y se arrepiente y retorna a su trapecio, se duerme por instantes, y sueña que se come al Hudson y a todos sus peces y sus jeringuillas, y a sí mismo y que de pronto, reaparece.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Ahora sí. Así se debía llamar desde el principio. Bravísimo maestro.



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