miércoles, agosto 30, 2006

Bocanadas

Hay bocas que duran seis horas de fascinación y bocas que duran un guiño. Hay bocas que muerden y que resisten maratones de ungüento y de intemperie. Otras que no muerden pero se quedan estampadas como el futuro de un tatuaje invisible. Hay órganos más allá de la boca, bocas que son chupetes de alcohol, bocas que son selvas magras. Hay bocas sin rumbo y bocas que saben a nada, sabiéndolo todo.

Hay bocas que componen silbidos y los hilan como puentes. Bocas que arrullan palmeras y bocas que tuercen otras bocas en un choque de asteroides que no deja sobrevivientes. Hay bocas nulas, bocas muertes, bocas refinadas y bocas bailarinas. Bocas que me duelen todavía y bocas que no quieren saber a mi boca. Bocas bálsamo y bocas veneno sin antídoto ni plegaria. Hay bocas mustias. Hay bocas turbias. Hay bocas embaucadas y bocas que se han ganado más de tres billetes de lotería, sin que se les note.

Hay bocas como muchas bocas. Otras pequeñas, inertes. Posadas como un corazón sobre los dientes de una horda de caníbales dormidos. Bocas de playa, bocas de lluvia, bocas de nombres que se repiten y se repiten. Hay bocas en mis sueños. Hay bocas desbocadas, desdeñosas, dadivosas. Hay bocas mías por segundos. Hay bocas rubias y bocas de beleño y de musgo. Hay bocas suaves. Hay bocas. Muchas bocas. Muchos sueños, y sólo uno, uno recurrente. Una bocanada de tabaco, tras otra. Bocas sempiternas. Bocas de lluvia. Y de adiós.

viernes, agosto 25, 2006

Lonesome in New York (Mordidas de la Gran Manzana)

Escribo este mensaje con las incipientes gotas de sangre que aún brincan de gusto entre la carretera de mis venas. Mi nombre es Gustav Lonesome, y lo escribo con toda la amargura que me cuesta saber que llevo inscrito en él los adjetivos de mi catástrofe. Por eso es que me hallo en esta isla desierta de sentido y poblada de gritos oscuros y humeantes. Por ser el que soy es que malgasto este tiempo elucubrando mensajes que quepan dentro de tan distintas botellas, en lugar de guarecerme de la lluvia y de mí mismo. Dar de gritos en lugar de persistir o de sobrevivir con ganas de hacerlo, y de construirme una posibilidad con paredes y una cabaña con cimientos fabricados de la austeridad y del follaje.

Gustav Lonesome es mi nombre, y mi isla desierta está más bien habitada por una extraña abreviatura de simios que mastican las palabras en una transacción recalcitrante. Vivo en una villa de humo y piedras envidiosas y brillantes. Convivo a toda hora con ventanas y con puertas. Resisto entre una jungla de puentes y vigas y rascacielos llenos de trabes. Y claro, sobre la que ocurren y concurren las botellas, los pergaminos, los bolígrafos hemoglobínicos e incluso, junto a ellos, las navajas –capaces de hacer brotar esta sangre con que escribo- y a su lado los jerarcas, los escribanos, los durmientes y los trenes, y los bichos, y las tardes.

Lanzo este mensaje desde la terraza de mi hartazgo. Sobre el Hudson navega este ferry de pamplinas, y rumbo al sillón sin esperanzas me dirijo ahora que de mí fluyen todas estas inútiles frases. Nora está esperándome, seguramente, y sus ocho piernas arácnidas e inertes se desparraman sobre un sillón donde ya no quiero resguardarme. Por eso pido auxilio al río y sus orillas, como si lo pidiese a mí mismo: Salvamento pronto, o cuando menos, si al fortuito receptor de mis aullidos le es posible, una esperanza más prolija y rentable. Aviso Oportuno: un lunes de entrepiernas, un rato del septiembre de cualquiera, me bastaría para hacer de él una bengala irrenunciable. También funcionaría un bramido hueco, o una señal de superhéroe de la cual colgarme. Cualquier futuro es mejor que este retorno al Brooklyn y a la Nora y al mí mismo del que hoy seré incapaz de escaparme.

Debiera aclarar algunas cosas: Ser honesto, pues, y no jugar al náufrago desamparado y realmente inexpugnable. Mi nombre es, como dije, Gustav Lonesome, y mi angustia desesperada es ésta que apenas he empezado a contarle. Pero también soy yo, yo mismo y no Brooklyn, o Nora, o mi agonía resuelta, o mi hambre inexplicable, plagada de hamburguesas en cajitas de cartón no reciclable: sólo yo y esa inmensa sombrilla a la que diario interpreto tras el telón de una fantasía de escape; ambos y a dueto, en perfecta sincronía, nos hacemos cargo de matar a Houdini otra vez, y a Gustav Lonesome, de paso, para así lograr perpetuarles.

Gustav Lonesome, que soy y no soy yo, quiere amarse viviendo. Quiere vivirse amando y amándose. Gustav Lonesome está harto de sí mismo, y de las piernas de Nora, y de las coladeras de Brooklyn y del ruidoso ferry que le lleva y le trae días y tardes. Gustav Lonesome es un hombre repleto de sentido y sinsentido: un hombre que sabe besar como besan los que arden y darse la vuelta como las mangueras indiferentes de un camión de bomberos que toma la siesta en lugar de apresurarse. Gustav es y no es, soy y no soy, un hombre capaz de amar a una mujer como quien ama a cien y al mismo tiempo, un hombre que no se incomoda de lograrlo, ni se empecina en dejarle. Sencillamente no lo hace. Gustav Lonesome es un rastrojo falto de alcohol y que lanza, tomando prestado el mejor brazo de los yankees, y sin que nadie sepa, una botella nueva y sanguinolienta, llena de solicitudes y demandas insulsas, todos los días, y que siempre atina al ombligo del Hudson, esperando que en contubernio con el viento, en quien sí confía (ya que no es ciudadano de su isla), lleve sus plegarias patéticas hasta un mundo donde al menos la orilla de unos dedos se apiade y le recoja, y tras leer sobre su solitario hacinamiento le ansíe eternamente, a pesar de que la botella no repare en mapas o caminos que le conduzcan a salvarse. Gustav Lonesome soy y no soy yo, el que escribe sobre Gustav Lonesome, y el que –a su vez- no tiene interés en remediarle.

Por otro lado, amo a Nora lo suficiente como para dejarle. Le amo por momentos iracundos y luego durante semanas de colchón y pastel de carne. Le amo porque ha permanecido ahí, fiera e incapaz de doblegarse, a pesar de que durante la cena no emitamos ruido y tras el amor prefiramos dejar los cigarrillos en la mesita de noche, y obviar las conversaciones para ocuparnos del sueño y las mañanas aceleradas de nuestro hormiguero de alambre. A Nora le amo pero no le amo, también. Y eso es lo insalvable. Así también amo los sonidos de Brooklyn, los motores enjutos y chillantes de cada uno de los ferrys que, numerados como los hijos de un católico insaciable y sin frenos, me llevan a lo que no quiero llamar más casa, todas las tardes, irremediablemente, hasta donde Nora la inquebrantable me soporta sólo porque Falcon Crest o Hill Street Blues le permiten hacerse a un lado de sí misma, y olvidarme cómodamente.

Mi delirio es tal que pienso en mí, en Gustav Lonesome con toda su ingravidez, como un héroe que ha sentido que su boca no fue hecha sino para morder sus propias ataduras y escapar; escapar hasta un valle californiano repleto de princesas domésticas, donde una, y sólo una, espera en ascuas para desposarme. Las mil y una noches en Brooklyn hubiesen terminado con un sultán amodorrado y despojado de nombre, encendiendo el televisor con un bostezo y perdonándole la vida a Scherezade solo si le hacía el favor de cerrar el pico para traerle una cerveza suficientemente aguada del frigorífico.

Lo real es que, además, Brooklyn no es real, y Nora merece vivir en una fantasía mejor que la que he construido para atarme a la fábrica, al sillón y a mi debacle. Siempre he creído, para colmo, que los ruidos de toda esta gente que puebla este panal de hollín, son sólo eso: ruidos, decibeles de sobra, colores que ocultan la forma real del mundo y sus verdaderos recovecos de expiación, donde no hay taquilla ni aire acondicionado.

Así es como llego cada tarde, hasta este mismo altiplano del río, unos pies más o unos pies menos, y en mitad de la mitad del Hudson resuelvo suplicar por un desequilibrio. Así es como catapulto, siempre antes del ocaso, estas mismas letras escritas más que con mi sangre con la pantanosa densidad de su torrente flácido y desesperado. Así es como miro a mis botellas multicolores ser roídas por el atardecer y la corriente intoxicada del Hudson, mientras me atormentan las probabilidades de fracaso, trituradas por el departamento de higiene y recolección de basura de la ciudad de Nueva York. Con una disciplina peor que la de mi desesperanza, tejo este mismo mensaje y alimento el azufre de este río hambriento con botellas que van desde un humilde Jack Daniels que pudo o no hacerme compañía la noche anterior, hasta una inocente y dorada botella vacía de Kristal, depositada con dulzura de mucama en algún cesto luminoso de la casa más pomposa de Manhattan. Y luego, habiendo consumado mi sublime acto de fe, con sus respectivas y acuáticas plegarias, me pliego en el asiento del ferry, otra vez.

Y luego pienso en Nora y sus delicias, pero ya no lo escribo y mejor sopeo mi desgracia en los restos del café que me traje desde el trabajo. Y finalmente me recuesto para contemplar el fin de la tarde. Y dormito durante el resto del viaje.

Siempre sueño lo mismo, sin embargo: Mi boca es el sol y las nubes son un sinfónico modelo de mis dientes. Y juntos, saboreándonos todo el inmenso bocado, mordemos esta gran manzana y la masticamos, felizmente, hasta el final de sus callejones y sus apellidos. Y nos comemos a Nora, y al Hudson, y al ferry. Nos comemos a Gustav, el mismo que escribe, y que mientras escribe lanza su botella y se regocija y se arrepiente, y vuelve anodinamente al sillón. Y que mientras vuelve y se arrepiente y retorna a su trapecio, se duerme por instantes, y sueña que se come al Hudson y a todos sus peces y sus jeringuillas, y a sí mismo y que de pronto, reaparece.

martes, agosto 22, 2006

Náufrago en New York

Escribo este mensaje con las pocas e incipientes gotas de sangre que aun brincan de gusto entre la carretera de mis venas. Mi nombre es Gustav Lonesome, y lo escribo con toda la amargura que me cuesta saber que llevo inscrito en él los adjetivos de mi catástrofe. Por eso me hallo en esta isla desierta y humeante. Por ser quien soy es que malgasto mi tiempo elucubrando este mensaje, en lugar de guarecerme de la lluvia y mí mismo. En lugar de persistir, sobrevivir con ganas de hacerlo, y construirme una posibilidad con paredes y cimientos fabricados del follaje.

Gustav Lonesome es mi nombre, y mi isla desierta está habitada por una extraña abreviatura de simios que conocen las palabras y su transacción recalcitrante. Vivo en una ciudad hecha de humo y piedras. Convivo con ventanas y con puertas, todo el tiempo. Resisto entre una jungla de puentes y vigas y trabes. Y claro, también ocurren y concurren las botellas, los pergaminos, los bolígrafos incluso, y junto a ellos las navajas –capaces de hacer brotar esta sangre con que escribo- y a su lado los jerarcas, los escribanos, los durmientes y los trenes, y los bichos, y las tardes.

Lanzo este mensaje desde la terraza de mi hartazgo. Sobre el Hudson navega este ferry de pamplinas, y rumbo al sillón sin esperanzas me dirijo ahora que de mí fluyen todas estas frases. Nora está esperándome, seguramente, y sus ocho piernas arácnidas e inertes se desparraman sobre un sillón donde ya no quiero resguardarme. Por eso pido auxilio, salvamento, o cuando menos, si al fortuito receptor de mis aullidos le es posible, una esperanza más rentable. Un lunes de entrepiernas me bastaría para hacer de él una bengala irrenunciable. Un bramido hueco, una señal de superhéroe de la cual colgarme, cualquier cosa. Cualquier futuro mejor que este retorno a Brooklyn del que hoy seré incapaz de zafarme.

Debiera aclarar algunas cosas: ser honesto, pues, y no jugar al náufrago en verdad desamparado y en verdad inexpugnable. Mi nombre es, como dije, Gustav Lonesome, y mi angustia desesperada es esta que apenas he podido contarle. Pero también soy yo, yo mismo y no Brooklyn, o Nora, o mi agonía resuelta, o mi hambre: sólo yo y esa inmensa sombrilla que a diario interpreto; ambos y a dueto en perfecta sincronía nos hacemos cargo de matar a Gustav Lonesome para así lograr perpetuarle.

Gustav Lonesome quiere amarse viviendo. Quiere vivir amando y amándose. Gustav Lonesome está harto de sí mismo, y de Nora, y de Brooklyn y del ferry que le lleva y le trae todos los días y todas las tardes. Gustav Lonesome es un hombre repleto de sentido, un hombre que sabe besar como besan los que arden. Un hombre capaz de amar a una mujer como quien ama a cien y al mismo tiempo, un hombre que no se incomoda de lograrlo, ni se empecina en dejarle. Gustav Lonesome es un rastrojo que lanza, tomando prestado el mejor brazo de los yankees, y sin que nadie sepa, una botella nueva y sanguinolienta, llena de solicitudes y demandas, todos los días, y que siempre atina al ombligo del Hudson, esperando que el viento, en quien sí confía, lleve sus plegarias hasta un mundo donde al menos la orilla de unos dedos se apiade y le recoja, y le ansíe eternamente, a pesar de que no sepa el camino que conduce a la expiación que le permita ser salvado para así salvarse. Gustav Lonesome soy yo, el que escribe sobre Gustav Lonesome, y el que –a su vez- no tiene interés en remediarse.

Amo a Nora lo suficiente como para dejarle. Le amo por momentos iracundos. Le amo porque ha permanecido ahí, fiera e incapaz de doblegarse. Pero no le amo, también. Y eso es lo que resulta insalvable. Así también amo los sonidos de Brooklyn, los motores secos y chillantes de cada uno de los ferrys que, numerados como los hijos de un católico sin frenos, me llevan a lo que no quiero llamar más casa, todas las tardes, irremediablemente, hasta donde Nora la inquebrantable me soporta sólo porque Falcon Crest le permite hacerse a un lado de sí misma, y olvidarme.

Pero es que yo, Gustav Lonesome, en toda mi ingravidez, siempre he sentido que mi boca no fue hecha sino para morder mis ataduras y escapar, hasta un valle repleto de princesas donde una, y sólo una, espera en ascuas para desposarme. Siempre he sabido, además, que Brooklyn no existe y que Nora merece vivir en una fantasía mejor que la que he construido para atarme. Siempre he creído, para colmo, que los ruidos de toda esta gente que puebla mi universo son sólo eso: ruidos, decibeles de sobra, colores que ocultan la forma real del mundo y sus ubicuos recovecos.

Así es como llego hasta este lugar, unos pies más o unos pies menos, en que en mitad del Hudson resuelvo suplicar por un desequilibrio. Así es como catapulto, día con día, estas mismas letras escritas con mi propia sangre. Así es como las miro ser roídas por el atardecer y la corriente y las probabilidades cercenadas por el departamento de higiene y recolección de basura de la ciudad de Nueva Cork. Segundo tras segundo tejo este mismo mensaje y alimento el azufre de este río hambriento con botellas que van desde un humilde Jack Daniels hasta una inocente champaña vacía, depositada con dulzura en algún cesto luminoso de la casa más afortunada de Manhattan. Y luego, habiendo consumado mi sublime acto de fe, con sus respectivas y acuáticas plegarias, me pliego en el asiento, otra vez.

Y luego pienso en Nora, y lo escribo, como ahora. Y me recuesto para contemplar el fin de la tarde. Y dormito durante el resto del viaje.

Siempre sueño lo mismo, sin embargo: Mi boca es como el sol y las nubes son como un sinfónico modelo de mis dientes. Y juntos, saboreándonos todos, mordemos esta gran manzana y la masticamos, felizmente, hasta el final de sus callejones y sus apellidos. Y nos comemos a Nora y al Hudson y al ferry. Nos comemos a Gustav, el mismo que escribe, y que mientras escribe lanza su botella y se regocija y se arrepiente. Y que mientras se arrepiente se duerme y se come al Hudson y reaparece.

viernes, agosto 18, 2006

Murallas de caramelo.

tenemos de todo
joven
de todo hay
de todo se puede
usté
nomás
despreocúpese

para todas las vistas tenemos
doble y triple y cuádruple
no importa
para todo tengo, para todo doy.

El amor ¿qué importa?
el amor es una palabreja inesperada: siempre.
Algo prescindible, seguro, tramoya malograda
y ya está

No importa ni cuánto, ni qué, ni cómo
da lo mismo el hambre y sus artilugios:
Diosa la gramática, diosa la semántica, diosas las ganas y los impávidos terrores: Diosas nada.

El temblor se termina donde el vértice de la mordida amorosa empieza, no más.
Nadie quiere quitarle amor a ninguna cosa: Sólo hace falta morder y desmorder para desmoronarse
impávidamente
y hacerse entonces humo.

Nadie tiene prisa por ser nada: Nadie.

Todos quisiéramos significarnos con el hambre de cualquier cosa.

Y ni el hartazgo es suficientemente culpable, no. Seguro no. Por dios que no.


Sólo me queda el hambre, y el hambre no sabe llover: ¿Qué entonces?

Terruños de amor y de esperanza, sin más. No vale el hambre contra el hambre, ni contra el frío el frío.

Hénos entonces deshechos. Eternos y sempiternos. Sembrados sin respuesta.

Y shhhh. Todo se ha ido.

Sin más.

martes, agosto 15, 2006

Pliego petitorio (poema que debiera ser cantado al oído)

Dame
-si ahora me das, si quieres-
tu pelambre y tus ojos de caucho
dame el hule de tus pestañas

y dame
sin saber que otorgas ni restriegas
el mimbre de tu sonrisa y la pijama de tus párpados

dámelo todo sin más revueltas

sopa de letras -again- tu carne y sus revuelcos
dámela entonces:

Mi cuchara erecta quiere pescar esas perdices que tanto lloras
serena la luna la espada la lengua labial y sempiterna

serena
morena de mi largo cansancio
serena.

Refulge la nave y resucitan -también-
las demandas:

Es tu axila de suadero eso que quiero quiero y quiero

Es la cal dentro de los rieles
la sal de los hambrientos
el eco
la posada
el bostezo crepitando entre tanta yerba

Eso es todo lo que quiero (dice lo que quiero):
La frágil y armoniosa melodía de tu cueva y tu silencio estornudante

aáaachuuu, lentos pero agraviados nos vemos a los ojos

áaaachis, la tibieza se amonesta, se expulsa, se retira
y atorrantes permanecen las ganas

Dame pues la costura de ese hilo
y la lenta insinuación ese albredrío de sangre

Dame los poros
las libélulas
las palmeras sudándote aburridas todas esas tazas de café
y todas las balas de salva
y todos los siglos de hambre:

La hilación del fiel cochambre:
el caracol desnudo
las páginas continuas y herrumbrosas
el óxido en los ojales, las camisas y los besos
tierra sobre otra
(una--sobre--otra)

acojinando el frío del plástico correoso
y las lágrimas globulinas y plasticales
de tanta solemnidad aburrida
y toda su masacre irremediable:

tras
lágrima
la lágrima de lodo y la mansalva orquideal y retraída
estambre eso que brota acidulándonos los días

En plena estima
en pleno estío
grieta debilucha que se canta cual paloma
una broma
una trucha en plena rima
un río
un segundo arrebatando cosas mías:

Dame, me digo, dame.

Y cuando acabo por darme
dándome nomás
se me termina

treguándolo todo

la vieja cuenta de los días.

martes, agosto 08, 2006

Caminos pedinches.

El camino propone una pared
así como así
justo en el medio y

además

plagada de raíces
Una pared que no puede refutarse
dejar de ser vista
o franqueada a duro golpe de temblor
o de sollozos.

El caminante marcha por encima del quiensabe
desparpajado
indiferente
retumbando sus pasos mudos sobre la hiedra
ya dulce ya venenosa ya tremenda o deliciosa
no le importa.

Camina dulcemente
envuelto en si mismo
redoblando su marcha en franca armonía con las luces otoñales
sinuoso, si debe
recto, si gozosamente eso le cansa
Des-preo-cu-pa-do, siempre
sin más
(y qué)

sin más y sin esdrújulas
renuente a las adivinanzas
cansado del jugo imborrable de la poesía

El camino se planta
la pared frondosa espera florida
entre carcajadas y tridentes

(todo acontece bajo los ojos de la bruma
sobre la piel del vaticinio
entre la cal de los durmientes)

rota la suma y plena la muerte entre colmillos pavorosos
aplaudiendo desde el graderío, jonrones como flores silentes

con la boca lista para gritar cuando esté todo muerto
ido
inerte


Caminante vocifera desde lejos
observa el páramo y saliva escapatorias
ya escupe la rima
ya expulsa los trechos
y pervive hasta endulzar las mariposas y los tuertos helechos

El golpe
llega
sin preámbulos ni salidas de emergencia:

seco como los ojos de un enamorado sin brama.

Atiborrada la existencia
muertas las ganas, quién sabe

Todo llega presto de ganas
sobrio y soslayado:

Pidiendo rastrojos, sudando versos
rogando, entre vaticinios,
un lugar en la cama.

martes, agosto 01, 2006

Una estrofa el corazón y una la añoranza (a la cuenta de 2)

Trufa en fuga resulta
el terror más explicable
chocolate y líquido fuente y foso profundo ojos de dulce
el deseo en la mecedora
lengüetazo delirio un baño sin lágrimas sonrisas a desparpajo
el hambre resuelta las ganas de masticar las muelas sonrientes

Si supiera la sed de cada billete
posado en mis manos
el hambre, la complitud, la respuesta
de tanto reposo
sabría sigilo y sabría esperanza
ah, la sapiencia, el futuro, la bruma hospitalaria
todo, con sus eternos sabuesos que olfatean la nada
un todo como cantimplora, como hoja, como abeja ráuda

Un vértigo sin preguntas
y un tú
lince de frambuesas y agua de templanzas
redoblando tus entrañas irías
una venda sobre cada ojo
hasta el fin de las nuestras
andanzas.

¿Danzas?