A él lo mataron antes que cumpliera mi primer año de vida. Evidentemente no me enteré de nada. Supongo, y sólo supongo, que estaba muy ocupado por mi frustración materno-filial. Por morder la teta plástica que suponía alimentarme. Por obtener más de mis proveedores de atención y cariño. Por manipular las circunstancias a mi favor, como todo buen niño-tormento (en oposición a niño-prodigio), apabullado por su precoz capacidad de vigilia odiosa.
Estaba despierto. Comenzaba a demandar cosas ante el asombro estúpidamente esperanzado de mis creadores. No los culpo. Eran más jóvenes de lo que yo mismo soy ahora. Y semejante engendro me pondría los pelos de punta hoy mismo. Pero esas son cosas que no se eligen. Había nacido para reclamar el hecho de estar vivo. Y ante la nula respuesta convincente, mi deber era exigir que esos "otros" me dieran cualquier cosa que pudiera mantenerme distraido. Ocupado. Absorto.
Le llenaron el pecho de balas. Dudo que siguiera respirando cuando golpeó el suelo con su desplome mortal. Dudo que sus gafas siguieran siendo redondas. Dudo que él mismo siguiera creyendo en su propia leyenda. Imagino que estaba harto. Supongo que deseaba mucho más decididamente, un mundo sin su propio personaje, de lo que decía desear un mundo sin posesiones, enconos, dioses o adjetivos. Pero eso era él, de algún modo. Él era lo que los demás creeían, querían, cantaban, despedazaban a otros porque fuese. Él ya no era más él. Él, cómodamente o no, reposaba resignado sobre la construcción colectiva y global que le habían erigido sus escuchas. El precio -no tan caro entonces- de ser una gran celebridad. Y bala por bala, órgano por órgano, lo habría de pagar esa noche suave y funesta que decidió tomarle por sorpresa. Una melodía extraña, incluso para él, y que sonó sin pudor bajo las farolas del Manhattan de 1980. La melodía de la muerte. El acorde disonante del asesinato centelleante. Bastan sólo unos segundos cuando se trata de morir.
Y yo probablemente dormía. O quizás no. Quizás escupia mi comida para seres recién escupidos al mundo. Quizás me manchaba el babero en toda su inmensidad. Quizás despreciaba los chícharos, quizás despotricaba contra los vegetales en un idioma ininteligible pero ruidoso. Quizás odiaba la cuchara, la mano, la orden misma. Cuando eres un pan recién horneado, un bebé iracundo, un asunto apenas lanzado sobre la mesa de la existencia, y por algún motivo inexplicable, te rehusas a comer. Rehusas mantenerte vivo. Rehusas lo salubre de un chícharo, incluso entonces, y sin que haya manera de demandarlo coherentemente, tú sencillamente berreas tu insatisfacción y tus ganas de comer otra cosa, o nada si es preciso. Eliges el placer y punto. Pero la supuesta sabiduría de la maternidad proveedora está siempre ahí. Siempre lista para proveerte continuidad. Para facilitarte la supervivencia. Los pequeños niños prefieren morir antes que comer zanahorias molidas. Los hombres, adultos sin más remedio, se aferran a la vida cueste lo que cueste. Nunca esperan ser asesinados. Aunque muchas veces lo sean.
Y ahí es que hallamos otra falla esencial del lenguaje. ¿Cómo es que podemos "ser" asesinados? ¿El "ser" asesinados se reduce al brevísimo instante en el que el perpetrador finiquita nuestra vida? ¿"Ser" asesinados es ese insolente espacio en el que la bala precisa rompe la maquinaría de la vida? ¿Si "fuimos" asesinados significa que seguimos "siendo" asesinados incluso luego de la muerte?
Minucias. Migajas racionales. Él no tenía idea. Él no pensaba en todas estas inutilidades mientras caminaba de vuelta a casa. Tal vez pensaba en lo que haría al llegar. En besar a su hijo. En lamentarse de su condición. En explotarla. En persistir sin importar lo que los otros hubieran tejido y hecho parte de su ilustre vestimenta social. Tal vez pensaba en matarse de forma simulada para poder vivir. Tal vez no pensaba en nada y simplemente caminaba en total silencio. Hablaba con su mujer. La deseaba. Se separaba voluntariamente de la duda y decidía prevalecer por sobre sí mismo.
Probablemente hayan nacido unas muchas docenas de niños mientras, simultáneamente, la mano satanizada de un imbécil como Chapman jalaba sin sosiego del gatillo. Y quizás muchas de esas madres anónimas lloraban al unísono mientras contemplaban el producto de su supuesto "milagro". Y yo quizás dormía. Quizás vomitaba la cena impuesta. Quizás defecaba sobre mí mismo. Nadie lleva la cuenta de semejantes sincronías. Nadie sabe todo lo que también pasa mientras vive lo que solamente se vive en singular. Y no es reprobable, claro que no. Es la condición humana. Sencillamente.
Como lo es morir, también. Y como lo es matar. Y como, irónicamente, lo es el dar a luz. O el concebir. O el rechazar los chícharos o los ejotes o los rábanos funestos.
¿Pero quién es entonces quien valida lo que resulta historia? ¿Existe un algoritmo misterioso que define lo que ha de perpetuarse? ¿Sucede todo azarosamente, sin otro propósito que el que el poder imponga?
No se sabe. Se sabe sólo que al apretar un gatillo muchas veces la muerte sale vertiginosa de la boca de un artefacto hecho para dar muerte. Y se sabe que morir es implacable. Y se sabe que hay quienes disfrutan ciertos vegetales mientras otros los desprecian. Y que los niños pequeños nunca reparan sobre la muerte. Ni siquiera si sucede frente a sus ojos. Ellos quizás lloran, quizás siguen comiendo.
Mucho después es que la encuentran triste, inexplicable, injusta. Mucho después de haberse orinado encima por última vez.
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